Por Alicia Alarcón
Volar de Los Ángeles a París por Air France es una experiencia inolvidable. Desde el momento en que despega el avión, los pasajeros recibimos atención de los sobrecargos, hombres y mujeres que se reparten las secciones de ese avión de dos pisos que lleva más de 300 pasajeros. En las diez horas de vuelo en que salimos de día y llegamos también de día sin haber dormido una noche, recibimos cena, desayuno, almuerzo, jugos, bebidas alcohólicas para quienes las soliciten, paletas de nieve, toallitas para refrescarse la cara, agua, otra vez más agua, café y otra vez más café. Al llegar a París divisamos a lo lejos la Torre Eiffel y lamentamos no salir a visitarla. El vuelo que nos llevará a Berlín, primera ciudad que visitaremos en nuestro tour por Alemania y otros países, saldrá en tres horas. No hay tiempo suficiente para explorar París. Somos en total 27 en el grupo, la mayoría mujeres, también hay jóvenes.
El avión que abordamos para Berlín es mucho más pequeño. Ya sentados, las instrucciones para los pasajeros se dan en francés e inglés. Algunos no entienden ninguno de los dos idiomas y poco caso hacen de los señalamientos de seguridad. La pregunta es ¿A qué hora aterrizaremos en Berlín? Se nos informa que en menos de dos horas estaremos en nuestro destino. La primera noche está programada para el descanso y muy temprano por la mañana todos listos para nuestra primera excursión en la ciudad.
Todo hubiera salido como estaba planeado si no es por la repentina intervención del huracán Javier que en ese momento azotaba a Alemania y ninguno de los viajeros teníamos conocimiento de eso. Nuestra impresión era que todos los desastres naturales causados por los huracanes habían quedado atrás en el Nuevo Continente. No fue así. El huracán Javier nos tenía una sorpresa inesperada.
Transcurrió más de una hora y media de vuelo y el Piloto invitó a la tripulación a tomar sus asientos y prepararse para el aterrizaje. El avión, poco a poco, se ladeó a la derecha y pudimos ver, desde la ventanilla, una hilera de casas iguales y árboles por todas partes. El aeropuerto se divisaba a poca distancia. Para nuestra sorpresa, no aterrizamos, la pista de aterrizaje quedó atrás y de manera súbita el avión se empezó a moverse, casi sin control, de un lado para otro. Fue como si de repente se hubiera convertido en un avioncito de papel dentro de un remolino y el viento lo movía de un lado a otro, a su antojo. ¨Esto no es normal.¨ ¨¿Qué está pasando?¨ Las preguntas se quedaron sin respuestas. En ese momento el avión se volvió a elevar y las nubes quedaron muy debajo de nosotros y la pista aún más lejos. ¨No pudimos aterrizar¨, se escuchó otra voz. En esos momentos el piloto en inglés con un pronunciado acento francés nos informó que debido a las turbulencias y condiciones climatológicas de Berlín no pudo aterrizar. ¨Esperen más instrucciones.¨ Fue en ese momento en que un presagio de tragedia nos envolvió. Será eso lo que dicen los pilotos cuando se van a estrellar.
Fueron 20 o tal vez más los minutos que estuvimos sobrevolando. Lo cierto es que en todo ese tiempo hubo un silencio profundo. Nadie hablaba. Cada uno con sus propios pensamientos. Una de las viajeras le prometió una manda al Santo Niño de Praga, otra rezaba en silencio. Lo increíble es que muchos no se dieron cuenta. Venían dormidos. Yo pensé que tal vez mi madre me llamaba ese día para estar ante su presencia. Ante esa posibilidad, la idea de morir no me asustaba.
El susto acabó con el anuncio del piloto de que aterrizaría en otra ciudad cercana y ahí esperaría instrucciones para regresar. Así lo hizo. Una hora después, regresamos Berlín donde realizó un aterrizaje impecable. Todos aplaudimos.