Por Alicia Alarcón
Mi primer encuentro con la policía fue hace 20 años, en una autopista en el desierto de Indio, California, donde los autos van a más de 80 mph, área apropiada para los que les gusta manejar en exceso de velocidad.
Las patrullas de camino son escasas por la carretera. Igual que a los demás, me excedí en la velocidad permitida 65 mph. El velocímetro de mi auto marcaba 70 cuando vi por el espejo retrovisor una patrulla casi pegada a mi guardafango, me hice a un lado de inmediato. Para mi sorpresa se estacionó detrás de mí.
En esa experiencia aprendí que a los oficiales, y “oficialas”, (era mujer) no les gusta responder preguntas, y si uno insiste, la multa se puede convertir en delito agravado. La segunda vez que un policía se me acercó lo hizo como si la mujer que lo esperaba con las manos en el volante se había dado a la fuga y representaba un peligro. Me tuvo que explicar dos veces para que yo entendiera cuál había sido mi violación de tráfico. Su actitud fue de prepotencia y de autoridad absoluta.
La tercera vez fue en mi propia casa. Un día de verano a mediodía un hombre de raza negra estacionó su carro al final de la cuadra, lo vi porque en ese momento regaba la jacarandas que hasta hace un par de años se negaban a florear, lo vi cómo empezó a tocar puertas, el paso cansado, en las manos llevaba carpetas y folders, al menos eso me parecieron a distancia.
Llegó mi turno. Levantó la mano izquierda a manera de saludo y mostró una sonrisa amplia. Con la misma mano sacó un pañuelo y se secó el sudor. Le calculé más de 50 años, de su cuello colgaba como un escapulario su identificación de empleado de una compañía. Me mostró las fotos de los trabajos de antes y después que hacía la constructora para la que trabajaba. La satisfacción era garantizada, la conversación giró en torno a su familia, tenía dos hijos a punto de graduarse de la Universidad. El trabajo de construcción había disminuido por la situación económica, por eso la empresa los enviaba a buscar trabajos a domicilio. Tomé su tarjeta y me despedí con la promesa de considerarlo.
No pasó ni un minuto cuando aparecieron dos carros patrullas que ya se estacionaban en la acera de enfrente. Varios oficiales se bajaron de prisa y rodearon al instante al ¨sospechoso¨. Los oficiales le exigían ver sus documentos. Como si dos carros patrullas no fueran suficientes, llegó otra patrulla por la esquina contraria a gran velocidad. Los vecinos observaban ya la escena desde sus puertas.
¿Quién llamó a la policía? El vecino de la esquina apareció con su pick up negro y se estacionó enseguida de una de las patrullas. ¿Fue él quien hizo la llamada? Dispuesta a servir de testigo a lo que me parecía un ultraje en contra de aquel hombre me quedé ahí, como observadora invisible, porque los policías se comportaban como si yo no existiera.
Pasaron largos y angustiosos minutos de preguntas, llamadas por teléfono a los números que el cuestionado les daba. Al final, una a una las patrullas se fueron por donde llegaron y nos dejaron ahí, los dos parados uno frente al otro, el desconocido visiblemente turbado. Le ofrecí un vaso de agua. Lo aceptó gustoso. No supe qué decirle, los vecinos ya no estaban. Lo vi como acomodaba nervioso sus muestrarios y sus carpetas con los contratos de trabajo que no pudo concretar.
A esas experiencias le siguieron otras, como la vez que me atreví a cuestionar a un patrullero que con violencia le vaciaba las cajas de naranjas, mangos y cocos que tenía un hombre sobre una mesa improvisada en una de las banquetas, cerca de la Avenida Vermont en Los Ángeles. No estaba sola, me acompañaba el pintor Francisco Cisneros. La indignación de Francisco superaba la mía. ¨Enséñale tu credencial de prensa, quién se cree que es¨. Me urgía. Casi sin voz, le lancé la pregunta. ¨¿Qué delito cometió este hombre?¨ Alto y corpulento, concentrado en lo que escribía en su libreta de multas, no se molestó en contestar.
También fue la muerte a tiros de un niño de 13 años en el complejo habitacional donde vivía, en el Este de Los Ángeles. La policía confundió el peine que traía en la mano con una pistola. Lo mismo le había pasado a Roberto Rodríguez, compañero periodista que quedó con lagunas mentales y tics nerviosos en el rostro a raíz por una golpiza que le dieron unos agentes cuando lo sorprendieron tomando fotos de la paliza que éstos le propinaban a otra persona. La cámara fue clasificada como arma mortal y los policías salieron libres.
Fue cuando conocí al agente de policía Rubén Escoto que entendí que el problema era más generalizado de lo que parecía a simple vista. ¨Pero en Chicago están peor¨, aseguraba. Escoto amaba el arte y su profesión. Estoy segura que este policía ejemplar hubiera sido uno de los primeros en doblar rodilla frente a los manifestantes por la muerte de George Floyd. No le alcanzó la vida, la perdió en un accidente.