Maribel Hastings y David Torres
A menos de una semana de la elección presidencial más determinante en la historia reciente de Estados Unidos, los niveles de ansiedad comienzan a dispararse debido a los diversos escenarios posibles: la reelección de Donald Trump; una barrida demócrata que no deje nada a la duda y culmine en un cambio de mando; o la posibilidad de que el presidente, de perder la reelección en una contienda cerrada, declare que hubo “fraude” y arme un zafarrancho que termine en los tribunales.
Es entre esas dos aguas políticas que la conciencia nacional estadounidense se debate en estos días, impulsando una participación inusitada en el voto por adelantado, que ha dado una cifra que no sorprende solamente por el nivel alcanzado, sino por el corto tiempo en que se ha acumulado: más de 60 millones de electores han ejercido su derecho al voto antes del 3 de noviembre para evitar sorpresas y arrepentimentos como en otras contiendas, tal como ocurrió en 2016.
Es decir, la presidencia de Trump es tan caótica que incluso el ejercicio democrático de una elección se torna en un evento traumático por la incertidumbre ante la reacción que él pueda tener si el demócrata Joe Biden emerge triunfante. Precisamente en ese sentido, el mandatario ha ido armando a lo largo de su campaña una trama discursiva, con no poca violencia verbal, en la que utiliza términos que solo en democracias fallidas tienen cabida, como “fraude” y la consecuente sombra de duda en las instituciones de vigilancia electoral, sobre todo si no le favorecen al final. Es como ir preparando mañosamente el terreno entre los suyos para declararse “vencedor” antes de tiempo.
Es decir, sucede que, si usted no apoya a Trump, piense lo que supondría para este país que él sea reelecto o que se las ingenie para impugnar los resultados si pierde y el drama culmine ante la consideración de una Corte Suprema que acaba de galvanizar su mayoría conservadora con el oscuro y expedito ascenso de la jueza Amy Coney Barrett.
Si usted no apoya Trump, le puede provocar hasta insomnio la posibilidad de que sea reelecto y que haya que atravesar cuatro años adicionales que prometen ser peor que los que estamos a punto de culminar. Porque no le quepa la menor duda de que el presidente vendrá dispuesto a todo para solidificar lo peor de sus políticas públicas y para cristalizar promesas incumplidas, entre otras deshacer el Obamacare y construir un muro en la frontera, los dos temas que han sido el hilo conductor de sus más visibles batallas, pero sin olvidar el daño que su administración ha infligido a miles de familias inmigrantes al separarlas en la frontera, especialmente a los menores que han sido violentados en sus derechos humanos.
Tampoco dude de que utilice esos próximos cuatro años para saldar cuentas con quienes considera sus enemigos políticos, de la forma que sea. De eso ha dado muestras no solo como presidente, incluso entre los miembros de su círculo más cercano, muchos de los cuales ha considerado sacrificables, sino a lo largo de su vida como empresario.
En estos días, por ejemplo, incluso criticó a su defensor Bill Barr, quien actúa más como el abogado personal de Trump que como Secretario de Justicia, por negarse a acusar a sus rivales políticos, incluyendo a Biden, por la investigación sobre la intervención rusa en las elecciones de 2016. Barr pareciera ser el próximo en caer en desgracia y pasar a formar parte de las huestes de “funcionarios desechables” que ahora mismo luchan por recuperar el prestigio perdido, incluso entre su propia familia, por haber dejado todo y trabajar cerca de un representante del poder que solo sirve a sí mismo.
Y si no es reelecto, provoca ansiedad el solo pensar qué se sacará de la manga Trump para argumentar que le “robaron” la elección, porque ese ha sido su grito de guerra en la contienda de 2020, que “hay fraude”, sobre todo en el voto por correo, aunque no sea cierto y aunque no tenga pruebas para sustentar sus alegatos. Es decir, su espectáculo político, solo digerido por quienes lo siguen a fe ciega, tiene la intención de presentarse públicamente como “víctima” de antemano, sin darse cuenta de que el resto de la población sabe que es un recurso bastante viejo en toda lid politica.
Da dolor de cabeza solo pensar que esta elección termine en una batalla legal, porque Trump lleva meses anunciando que la única forma en que no sea reelecto es porque haya “fraude”, cuado el único fraude verdadero es el uso de la mentira, las noticias falsas y las teorías de la conspiración que solo su bando le cree.
En ese sentido, da temor pensar que sus más acérrimos fanáticos den crédito a sus falsos alegatos y se produzcan brotes de violencia, cuando ya estamos en medio de una pandemia que ha empeorado precisamente porque Trump claudicó en sus responsabilidades y ha minimizado el impacto del virus que ha matado a más de 226,000 personas en Estados Unidos y que nos ha traumatizado de forma colectiva, y del que la recuperación será igualmente otro proceso inédito y traumático.
Cuán irónico sería que el virus que Trump ha tratado de barrer bajo la alfombra sea el que le cueste la reelección.
El eslogan de la campaña Biden-Harris es la Batalla por el Alma de la Nación.
El martes, con suerte, comenzaremos a saber quién ganó esa batalla; si el alma de la nación comienza un proceso de sanación junto con el pueblo; o si empezamos a buscar terapia grupal para hacerle frente a otros cuatro años de Trump en la Casa Blanca.