Por Alicia Alarcón.
Se volvió costumbre para mi madre compartir con los doctores que la examinaban cada año su receta para conservar la salud y la longevidad. ¨Mire usted doctor, yo desde hace muchos años tengo la costumbre de exprimir medio limón en medio vaso de agua y me lo tomo antes de desayunar¨. ¿Limón verde o amarillo y exactamente cuánto de limón?¨. “Yo uso el limón amarillo y le pongo la mitad¨. Los doctores no encontraban síntomas de ninguna enfermedad en una mujer de 90 años que había tenido 9 hijos, leía sin lentes, caminaba sin dificultad y tenía muy buen sentido del humor. Fue hasta sus 95 años que una caída le provocó un deterioro paulatino en su salud, hasta su fallecimiento a los 98.
Mi madre consumía muy poca carne y siempre habló de lo bueno que era también consumir jugos de vegetales. Pero con moderación. En un reciente viaje a Texas, mi sobrina-hija Claudia, junto con su esposo Arturo, me recordaron las bondades de los jugos verdes y los buenos oficios que habían hecho en su organismo. A mi regreso a Los Ángeles hice limpia en el refrigerador y lo convertí en casi un invernadero. Sustituí las carnes por brócoli, apio, manzana verde, kale, (mucho kale) y pepino. Desempolvé el extractor.
A partir de ese día, mi familia empezó a despertar con el ruido intermitente del extractor, sendos vasos de jugos verdes, los esperaban en el comedor, mismos que se quedaban a medio consumir.
Yo seguí con la disciplina por la mañana, por la tarde y por la noche. Convencida de que había descubierto la fuente de la salud y prevención de todas las enfermedades, llamé a todos mis hermanos y los convencí de incluir jugos verdes en su dieta diaria, incluido mi primo Chava de Guadalajara que me prometió seguir el régimen de jugos verdes al pie de la letra.
Al cuarto día con mi nueva dieta, empecé a sentir estragos en mi abdomen que me indicaban que algo estaba sucediendo. Una señal que interpreté como promisoria de vitalidad y juventud a largo plazo.
Al séptimo día noté que mi cintura en lugar de disminuir, aumentaba y nuevos ruidos empezaron a surgir de mis intestinos. ¨Un reacomodo interno¨. Pensé. Mi primo Chava me reportó serios problemas de constipación a causa de los jugos y otro pariente me habló de sentir mareos.
Una consulta con una amiga vegetariana me habló de la necesidad de agregar a mi dieta salmón, atún y pescado por lo menos tres veces a la semana. Eso me ayudó a no caer en el deseo ferviente que tenía de consumir un burrito de pollo con salsa de jitomate. También me mantuvo firme en no consumir ningún tipo de carne las imágenes de los criaderos de animales, las hormonas que les inyectan a los pollos y la forma en que los llevan al matadero.
Segura de haber encontrado un balance perfecto en mi alimentación me aseguré de seguir las instrucciones. ¨Fíjate que diga ¨wild¨ en la etiqueta y el pescado debe ser ¨swai¨. Empecé mi nueva dieta con la certeza de que había encontrado la combinación perfecta para mantener la salud. Todo cambió dos meses después cuando descubrí a Sylvia Earle, oceanógrafa, bióloga, científica exploradora de las profundidades del Océano Índico y las Islas Galápagos con más de 7 mil horas de experiencia bajo el agua, incluidas dos semanas en un laboratorio submarino.
En una entrevista que le hizo Michael Shapiro para la revista Sun, Earle explicó en detalle la forma despiadada en que los humanos tratamos a la fauna marítima y como muchos peces están en peligro de extinción por nuestra voracidad y desperdicio.
¨Estamos acabando con las especies marinas. Hemos convertido en los océanos en nuestro basurero químico. La manera en que mueren miles de especies. Los peces, los pulpos, el atún todos viven en armonía en su hábitat y llegamos nosotros y los destruimos. Mi consejo para la gente es que deje de consumir pescado, salmón y sobre todo el atún¨.
Los argumentos de esta científica para dejar de consumir productos del mar fueron tan contundentes que no pude comerme la ensalada de atún que ya tenía preparada para mi cena. Mi único problema ahora es ¿Qué como? Porque tengo hambre.