Por Alicia Alarcón
El vacío se quedó ahí, nada lo puede llenar y los que han pasado por el mismo dolor me aseguran que se queda para siempre. De eso yo también estoy segura. La música todavía me duele, así que procuro no escucharla, prefiero el silencio, si, es absoluto mejor. Ahora la sueño más que antes, la veo en la sala sentada con la vista fija en la puerta porque sabe que sus hijos llegarán en cualquier momento. La casa huele a maíz, a chile rojo y orégano. Es el pozole que sigue hirviendo a fuego lento.
Al principio me abrazaba a ellos todos los días, ahora es menos frecuente. Abro la puerta izquierda de mi closet y ahí en una esquina están sus vestidos, el beige de florecitas con cuello café que se hizo para un cumpleaños. El otro guinda de dos piezas que se confeccionó para una Navidad y uno negro con blanco de manga tres cuartos que le gustaba mucho. Eso fue lo que quise de mi Amá, tres vestidos hechos por sus manos. Ya no la tengo para abrazarla, así que me abrazo a sus vestidos. Escojo uno y lo abrazo con la misma ternura que ella lo hacía conmigo, pongo las mangas vacías y me las llevo al cuello. Le digo entonces que la extraño como el primer día que se fue, que ya nada es lo mismo, ni será lo mismo. El vacío que me dejó sigue ahí. El dolor debo confesar es menos intenso, ahora puedo ver sus fotos sin terminar en un llanto continuo.
Mi madre murió el 1ro. de octubre del año pasado y todavía no estoy lista para visitar su casa y saber que no va a estar sentada, cerca de la puerta esperándome. Todavía no puedo regresar con la certeza de que no voy a recibir una de sus llamadas. ¨Avísame cuando pasen Indio para que esté la comida lista¨. Aún durante sus tres años de enfermedad, en que ya no pudo levantarse, desde su cama daba órdenes para que no faltara nada en la mesa para recibir a sus hijos. No estoy lista para enfrentar el vacío de la ciudad, de las calles, de la casa, del mercado, de las tiendas donde acostumbraba llevarla cada vez que la visitaba.
Nunca faltó el hombre o la mujer que se le acercara y pidiera permiso para darle un abrazo en cada lugar que nos encontrábamos. ¨¿Me permite darle un abrazo a su mamá?¨ ¨Si como no, los que quiera¨. Ella sonriente abrazaba al desconocido. Ahora entiendo por qué lo hacían. También ahora comprendo porque se alejaban tristes, conmovidas esas personas, antes no lo entendía. Su mamá ya no estaba y tampoco está la mía para darle un abrazo. Soy yo ahora la que cuando veo a una persona mayor en alguna parte, me acerco y le pido permiso al hijo o a la hija para darle un abrazo. Su cuerpo frágil me recuerda al de mi madre. Ahora soy yo la que sale conmovida deteniendo una lágrima. Ahora siento el mismo vacío, la misma tristeza que vi en el rostro de aquellos desconocidos. A la tristeza que me acompaña desde muy temprano, no la rechazo, al contrario, la he hecho mi confidente.
Mi mamá murió cuando faltaba un mes para celebrarle sus 98 años. Todavía mucha gente me escribe y me dice: ¨Qué suerte, la tuya de que te duró tanto tiempo¨. Si, tienen razón, no hay ningún acontecimiento en mi vida que no lo haya compartido con ella. Pero hay otros que todavía quiero compartir, muchos lugares a donde la quiero llevar. Muchas más conversaciones que quiero tener. Pero ella ya no está. Su voz ya no la escucho, lo que sí tengo son muchos recuerdos, y me reprocho por no tener aún más. Me reprocho por no haberla visitado mucho más, por no haberle comprado aún más telas para que se hubiera hecho muchos más vestidos, de todos los colores, con encajes aún más finos para el cuello, como a ella le gustaban. ¿Por qué no la llevé a su pueblo una vez más? La podría recordar ahora sentada en una banca frente al kiosco con su mirada fija en el campanario de la iglesia que tanto le gustaba.